ARTE Y TECNOLOGÍA EN EL SIGLO XXI.

El marco decisivo. Arte y tecnología en el siglo XXI.


El arte cambia con la tecnología. Cambios radicales en la tecnología conllevan cambios radicales en el arte. La tecnología cambia el modo en el que se forman y presentan las relaciones sociales; entre ellas, el arte como representación privilegiada desarrollada por el hombre y la sociedad. Esa es la conclusión ineludible de una nota de K. Marx en el capítulo 15, "Maquinaria y gran industria", de El capital . En esa nota, Marx observa que "la tecnología pone al descubierto el comportamiento activo del hombre con respecto a la naturaleza, el proceso de producción inmediato de su existencia y con esto, asimismo, sus relaciones sociales de vida y las representaciones intelectuales que surgen de ellas". A partir de ese fragmento de K. Marx se puede concluir, en otras palabras, que los cambios en la tecnología modifican las relaciones sociales y las representaciones que surgen de ellas, entre las que se encuentran la cultura y el arte. En estos primeros años del siglo XXI está teniendo lugar uno de los cambios tecnológicos más profundos de la historia de la humanidad, probablemente el más profundo: estamos en el umbral de la creación de una inteligencia artificial capaz de superar la inteligencia humana y de convertir al hombre en un elemento secundario o insignificante de lo que suceda en la Tierra. Los cambios en el arte, en principio, serán de igual magnitud. 





Cabe esperar que esos cambios sean de magnitud aún mayor si se tiene en cuenta que hay otros factores que ya están dirigiendo el arte hacia esa nueva configuración, con independencia de los cambios tecnológicos que tienen lugar en paralelo. Un solo fenómeno no suele ser el único responsable de un cambio profundo, aunque pueda ser un factor determinante. La nueva configuración a la que me refiero es la negación del arte, el fin del arte como lo conocemos, la aparición de un nuevo estatuto para el arte. 


El arte no siempre ha existido como se ha conocido después del siglo XVI y, especialmente, desde las últimas cuatro décadas del siglo XIX, momento en el que nació en la modernidad que conocemos y practicamos; hablamos del arte tal y como pasó a ser conocido a partir del período enmarcado por los años 1863 (Manet, Déjeuner sur l’herbe y Olympia) y 1872 (Monet, Impression soleil levant). El hecho de que a lo largo de la historia de la humanidad el arte no siempre haya existido como lo conocemos hoy implica que no hay nada que indique que vaya a seguir existiendo del mismo modo mucho después de esta segunda década del siglo XXI, para dar un referente temporal más estricto. Los ciento cincuenta años cubiertos por ese intervalo constituyen de hecho la duración típica de una idea en el ámbito del pensamiento filosófico al que pertenece la estética nacida en el siglo XIX; muchas ni siquiera alcanzaron ese límite. Lo demuestran con elocuencia K. Marx y S. Freud, no todas sus aportaciones superaron incólumes ese período. 
Sin entrar de lleno en el ámbito de las innovaciones tecnológicas actuales, el paradigma del arte como lo conocemos hoy, ahora en jaque, comprende tres principios claros: autoría reconocida y celebrada; cuestionamiento de la propia idea de arte y de la sociedad; renovación constante de los principios formales y de los contenidos admitidos. Abordemos en primer lugar el segundo principio: el arte como cuestionamiento de la sociedad y del arte propiamente dicho, que aquí me interesa especialmente. A mediados del siglo XIX, el arte conquista lo que pasa a conocerse como autonomía, un resultado no muy alejado en el tiempo de las distinciones y separaciones fundamentales que proponía la Ilustración para la sociedad occidental moderna: separación entre Iglesia y Estado, Iglesia y ciencia, Iglesia y arte, moral y arte, moral y ciencia, Estado y arte, Estado y ciencia, y entre las distintas combinaciones de esos términos. El artista ya no necesita prestar sus servicios a la Iglesia y la aristocracia, ya no necesita pintar o esculpir lo que interesa a otros, puede desarrollar el arte que a él le guste, su arte tal y como desee concebirlo. La Ilustración ofreció al artista libertad en las ideas y prácticas del arte, al tiempo que un mercado más amplio y activo le ofreció una libertad económica que antes pocos habían conocido. La Iglesia, la aristocracia, el Estado, incluso la burguesía dejan de definir los temas. No más representaciones de santos, reyes y hazañas militares. Se acabó el elogio obligatorio, el defender causas o perspectivas que no fueran las suyas, las del artista. Para entender el concepto de modernidad también hay que tener en cuenta cómo el artista, el poeta, el crítico, el intelectual rechaza la modernidad propiamente dicha, las características de la nueva vida. Entre ellas, una ciudad agitada (que causa el spleen de Baudelaire), sucia y poco amistosa; una burguesía poco ilustrada; una manera de relacionarse con el mundo que aparece como el embrión que se desarrollará exponencialmente durante el siglo siguiente, hasta alcanzar la consagración actual del consumismo y la distorsión de los efectos de mundo y de discurso impulsada por las mal llamadas "redes sociales".
 Es posible que el arte de esos primeros momentos de la Edad Moderna no se alzara directamente contra la sociedad, pero sí que le da la espalda con decisión. Entre los numerosos ejemplos se encuentran los nombres más relevantes de la época: Monet y Manet, así como Cézanne, Van Gogh o Gauguin , en una tendencia que se intensifica a medida que el siglo se acerca a su final simbólico y simbólicamente entra en el siguiente. Darle la espalda a la sociedad, aun sin atacar directamente sus representaciones y valores (algo que harán a partir de principios del siglo XX Picasso, Malevitch, los expresionistas alemanes y otros) todavía no significa el fin del arte ni su disolución (Auflösung), como sugería Hegel. El arte anterior podía estar disolviéndose; no obstante, el arte de esos últimos años del siglo XIX estaba en manos de un artista que consideraba cosa del pasado el ser prisionero de un contenido y un modo de representación predeterminado, que convertía su idea del arte y su práctica del arte en un instrumento que podía emplear con libertad, de acuerdo con una subjetividad de horizonte ampliado. 
















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